Por Maurice Lemoine
in Mémoire des Luttes
Quibdó, la húmeda capital del departamento del Chocó, situada a
orillas del Atrato –un río caudaloso, de flujos cargados de barro, de
meandros infinitos– parece vacilar entre las espesas nubes grises y el
siniestro color negro del asfalto pegado a las fachadas de algunos
edificios deteriorados o en construcción para protegerlos de las
violentas lluvias.
Hordas de motos rugen en las calles deterioradas. Mas allá del
desembarcadero, los barrios rebosan de gente, las aguas fétidas remueven
lo inhumano, plagadas de inmundicias y de podredumbres. Para salir de esta ciudad caída en el olvido, para desplazarse en un
departamento completamente abandonado por el Estado, para transportar
personas, mercancías, bestias, no hay ninguna vía, ningún camino, ningún
puente. Sólo una ruta, la ruta fluvial. Las panzonas embarcaciones se
deslizan suavemente sobre la superficie del agua formando olas plegadas
resplandecientes; las champas de pescadores solitarios bordean las
orillas frondosas; una miríada de vertiginosas pangas cargan entre diez y
veinte personas; los motores rugen, las proas se levantan sobre el agua
subiendo o bajando la corriente.
Así, para llegar a Vigía del Fuerte, río arriba, más al norte, se
necesitan tres horas. Sucio rincón perdido del planeta: un puesto
militar, ningún auto, solo calles destapadas. Al mirar a los alrededores
se nota que en las comunidades falta de todo.
Sin descanso, sentados en rústicos bancos de madera, vestidos del
uniforme kaki que combina con los colores de la selva circundante, los
guerrilleros agitan delante de sus caras las toallas para espantar los
mosquitos que igualmente atacan sin parar como enjambres susurrantes. A
orillas del río Cuía, a una hora y media en lancha de la población de
Vigía del Fuerte la espesa vegetación oculta el campamento de una rama
del Frente 57 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -
Ejército del Pueblo (FARC-EP) [
1].
En medio de las caletas –unas camas levantadas con listones
sostenidos por chuzos en cada extremo y cubiertas con una lona de
plástico negra– al lado de las cuales se ve ropa extendida, chalecos de
combate, armas, una pequeña planta eléctrica se ahoga ruidosamente. En este lugar, separado del río por una plantación de bananos,
conviven varias generaciones. Alexánder, 50 años, con una sonrisa
tranquila confiesa llevar 35 años en la guerrilla; Eusebio, de la misma
edad, «solamente» 25 años; Vanessa, con 34 primaveras, 16 años; y Ramón,
por ejemplo, desde lo alto de sus 19 años, con un corte de pelo a la
moda, tendencia "futbolista profesional", tres años y medio.
¿Desarraigados, amargados, paranoicos, fanáticos, iluminados del
pasado? Hay en Colombia históricamente un desastre social: el conflicto
armado es el resultado. Igual que muchos otros, como Claudia, Alexánder
fue militante de la Juventud Comunista, la Juco, antes de empezar muy
lógicamente «una nueva etapa como guerrillero», Eusebio, que vivía en
Apartadó, también tenía eso que llaman « consciencia política». «Decidí
entonces rebelarme contra el régimen, la injusticia me indignaba».
Recorrido menos típico el del joven Richard originario de Tarazá
(Antioquia), que vivió bajo influencia paramilitar. Tenía un primo en el
ejército y, al contrario de sus actuales camaradas, le temía a la
guerrilla. «Decían que mataban por matar, que eran sanguinarios, que no
tenían ninguna compasión». En diferentes circunstancias se encuentra con
los insurgentes. «Cuando empecé a conocerlos, noté que no eran como
contaban. Le hablaban sencillamente a la gente».
El tiempo pasaba, el futuro lo veía sin salida y le entraron ganas de
enrolarse. «Cuando cumplí 15 años, le hablé al comandante que me dijo
por qué quería. ¿Tienes algún problema con tu familia? Mejor quédate en
tu casa. Trató de disuadirme». Después de haberlo pensado, Richard
volvió a insistir hasta lograrlo. Muy joven. Demasiado joven, dicen
algunos en contra. Y es cierto, en lo absoluto. Pero visto más de cerca…
¿Cómo se vive la infancia en los campos colombianos? No es lo mismo
en Francia, ni en Suiza, ni en los Estados Unidos. No hay adolescencia.
Desde muy temprano niños y niñas tienen que bregar, asumir
responsabilidades domésticas y económicas. Los muchachos y las muchachas
resultan padres y madres de familia –¿sin que conmueva a los
rezanderos, la ley colombiana no autoriza el matrimonio a las menores de
12 años (14 para los varones) con el consentimiento de los padres? «A los 15 años, ya tienes una experiencia de la pobreza, comenta
Deiber, tocado en cuanto a su edad de reclutamiento. Debido a eso no me
sentía muy bien. Soportar la miseria… Cuando veía a los ricos en la
televisión, me daba una rabia». En cuanto a Richard, vuelve a insistir:
«Nadie me obligó, eso me gustaba».
Esa discusión tan repetida sobre la presencia de los menores –entre
15 y 18 años– en los grupos armados no debe convertirse en el árbol que
oculta las sombras lúgubres del bosque. «Yo vivía en Riosucio (Chocó),
cuenta Santiago, cultivando la tierrita para sobrevivir sin un centavo
para comprar la comidita. Cuando los paramilitares llegaron la situación
se puso dura. Decían que era para sacar a las FARC, ¡pero era mentira!
Ellos martirizaban a los campesinos. Toda la población civil se vio
desplazada. Aquellos que se negaban a irse o a obedecer a los paracos
resultaron naturalmente del lado de la guerrilla».
El mismo discurso se oye de la boca de Ariel, originario de Urrao
(Antioquia) «Somos tres primos en la lucha, los paras mataron a nuestra
familia. Tomar el fusil fue nuestra única salida». Claudia, la
enfermera: «A mi padre, a mis hermanos, a toda la familia la desplazaron
los paras. Ahora ellos están en el extranjero. Lo perdieron todo».
El tenebroso Chocó está poblado en su mayoría por comunidades
afrodescendientes y unas 30 etnias indígenas siendo la más importante
los emberá-chamí. La humedad se encuentra estacionada en permanencia.
Esta agota los organismos, la temperatura se mantiene por encima de los
30 grados. Según los insurgentes, desde comienzos del 2016 hasta finales
de junio, en los alrededores, cerca de unos 30 niños indígenas murieron
de paludismo y de desnutrición. Doscientas víctimas en un radio más
amplio. «¡En cualquier otro lugar del mundo sería un escándalo! En una
región tan rica en recursos naturales como esta no hay ninguna razón
objetiva para que haya malnutrición, desnutrición…».
En este campamento de unos 20 combatientes perteneciente a la «unidad
de organización» del Frente 57 se ven tanto negros nativos del Chocó
como blancos y mestizos que suelen ser cuadros dirigentes o guerrilleros
«especializados» venidos de otras regiones. Los nativos de tierra
caliente levantan la mano con cierto aire burlón. «Estoy acostumbrado a
los bichos, dice Samir riéndose, ¡de eso no sufro! No me siento bien en
tierra fría, no me gusta». Los otros no tardan en decir: «los insectos,
las culebras, el clima, el terreno… Es duro acostumbrarse».
Bajo el inmenso follaje se vive en permanencia una sensación
sofocante. En la noche, cuando el diluvio no se desploma sobre las
carpas, un calor infernal reina bajo el mosquitero. En la madrugada,
cuando todavía la oscuridad de la noche no ha levantado su telón, hay
que tener cuidado donde se ponen los pies descalzos, las serpientes poco
amistosas pululan. La leishmaniasis ronda solapadamente. Esta se
transmite por la picada de un insecto, se parece a la lepra, puede
extenderse, se come la piel, se transforma en afección cutánea que
invalida y puede ser mortal si no se trata.
Cada cual recibe dotación para el tratamiento, para las uñas, puesto
que en botas de caucho, la humedad las carcome ineluctablemente… Y
después el barro, el barro, «ese hijueputa barro…». Sin embargo, con una
especie de optimismo pragmático y marcial acaba casi siempre cada
entrevista: «Como hay que vivir con esto, hay que aprender a convivir».
La guerrillera francesa Nathalie Mistral, una de las dos únicas
europeas presentes en los rangos de las FARC, junto con la holandesa
Tanja Nijmeier, pone las cosas en perspectiva: «Claro está, pero uno
termina acostumbrándose. Lo más duro es la guerra, los bombardeos, ver
morir a los compañeros».
Un huracán de violencia y de locura anda soplando desde hace 50 años
sobre el país, buen número de combatientes ha pasado realmente momentos
difíciles, aquí o allá, enfrentado al «enemigo». Mientras se les
presenta como «terroristas», «narcotraficantes», «criminales», ninguno
de esos sobrevivientes presume ni se da ínfulas a la hora de confiarse:
«Lógicamente todos tenemos miedo, reconoce Eusebio, pero a la hora del
combate controlamos los nervios. Los soldados también tienen miedo,
todos somos seres humanos». Ariel cuenta casi lo mismo: «Yo he combatido
en varias regiones, he perdido compañeros. Han sido momentos difíciles,
dolorosos. Es como si todos fuéramos hermanos en el seno de la
organización».
«Equilibrio estratégico»: las FARC no pueden derrotar militarmente a
las fuerzas armadas y estas no logran acabar con la guerrilla. Para
terminar con esa matanza que ha hecho más de 450 mil muertos (en su
mayoría civiles) y cerca de siete millones de desplazados desde 1948 –la
guerra no comenzó en 1964 con el nacimiento oficial de las FARC en
respuesta a la cruel represión al campesinado–, arduas discusiones, muy
«políticas», comenzaron en La Habana, Cuba, el 19 de noviembre del 2012.
La guerrilla observa desde julio de 2015 un cese al fuego unilateral
perfectamente respetado, lo que muestra de paso el alto nivel de
disciplina y de cohesión existente en sus rangos. El gobierno terminó,
por su parte, suspendiendo los bombardeos aéreos. Un alivio para el país
en general y en particular para esta parte del Chocó que ha conocido un
nivel elevado de confrontación.
En 2012 y 2013, recuerda el comandante Pablo Atrato, miembro del
estado mayor del Frente 57, un corpulento afrocolombiano barbudo que se
puede calificar de simpático y que fue maestro en los muros de un
colegio popular, «contamos 27 bombardeos tan solo sobre este frente y en
cada bombardeo ha habido muertos, eso sin contar los heridos. Cinco
miembros del estado mayor han caído muertos».
En el último enfrentamiento, el 25 de mayo de 2015, en Riosucio,
sobre el río Truandó, se saldó por el lado de la insurgencia con la
pérdida de tres guerrilleros. Ahora, cada cual respeta la tregua. Los
militares que a lo largo de la guerra, localmente o a nivel nacional han
sufrido muchas pérdidas en muertos y heridos, no se aventuran como
antes lo hacían hasta el poblado de La Loma a proximidad inmediata del
Atrato. El Frente 57, que continúa sin embargo desplazándose por medida
de precaución, igual observa la misma moderación.
«Ya no atacamos a los soldados, nos confía Deiber, estamos
tranquilos, no nos agreden. Si los vemos, los evitamos. Sabemos que son
también hijos de pobres como nosotros. Ellos están aquí por la paga,
nosotros por cambios en el país». Nadie quiere ser el ultimo en morir.
El silencio de las armas está verdaderamente cercano?
Sin duda la violencia del conflicto armado ha disminuido poco a poco.
El número de víctimas directas o colaterales igualmente. No siempre ha
sido así.
La esperanza de una guerra «limpia» no es más que un fantasma de
Occidente (en el sentido atlantista del término), de rebelde de buena
familia o de «defensor (a veces ingenuo) de derechos humanos». Nadie
llega con las manos limpias al término de esta guerra, pero las de los
rebeldes no son las más sucias.
Colombia es la única nación de América Latina donde han sido
asesinados todos o casi todos los miembros de un partido político de
izquierda, la Unión Patriótica (UP) en los años 1980 y 1990. Por otro
lado, cuenta (mínimo) 50 mil «desaparecidos», lo que sobrepasa de lejos
la Argentina de los años 1970 y todas las dictaduras del Cono Sur
reunidas. Esta estrategia se desarrolló principalmente a través de
grupos paramilitares creados, financiados y apoyados por una parte de la
clase política, por militares, por empresarios, por grandes
propietarios latifundistas, por ciertas multinacionales, todos
protegidos ocasionalmente por disposiciones legales. Con el apoyo, la
ayuda económica y militar jamas desmentida de los Estados Unidos.
La fábrica de cadáveres se convirtió con el tiempo en una empresa en
plena expansión, la violencia aumentó sin parar en una escalada
inevitable. Los gobiernos sucesivos no se acostumbraron ni a la piedad,
ni a la generosidad y mucho menos a la debilidad, las FARC –y El
Ejercito de Liberación Nacional (ELN), otra guerrilla de menor
importancia pero todavía activa– respondieron a esas atrocidades con
prácticas a veces deplorables como las ejecuciones extrajudiciales; los
secuestros de civiles obligados a pagar el «impuesto revolucionario»
para ser liberados están grabados en las mentes, aún menos perdonados
por una parte de la sociedad, en particular urbana.
En el Chocó, un acontecimiento especialmente trágico marcó la
historia del conflicto armado: Bojayá. El drama data del 2002. Desde
1997, los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC),
con la ayuda de la XVII Brigada del Ejercito comandada por el general
Rito Alejo del Río, habían expulsado de sus parcelas, en el bajo Atrato,
a miles de familias aterrorizadas por los asesinatos con motosierra y
las desapariciones forzadas. En abril del 2002, desde Turbo, en la costa
del Caribe, aproximadamente unos 250 de esos paracos bajo las ordenes
de Freddy Rendón (alias El Alemán), embarcados en siete lanchas
potentes, llegan a Bellavista, principal pueblo del municipio de Bojayá
situado justo enfrente de Vigía del Frente.
Para llevar a cabo la expedición pasaron sin que fueran señalados y
aún menos interceptados por los puestos de control de la Fuerza Pública
situados en punta de Turbo (retén permanente de la marina), a la entrada
de Riosucio (retén permanente de la Policía Nacional) y a su salida
(retén permanente del Ejército). Ya ellos controlaban los dos pueblos,
sobre los techos de las casas de los lugareños flotaban banderas
blancas, las FARC intervienen el 1 y 2 de mayo para expulsarlos.
Los combates violentos se desarrollan en Bellavista. Mientras los
habitantes se refugian en la iglesia, los paramilitares, arrinconados,
se concentran muy cerca, utilizándolos como escudo humano. Y la
guerrilla, de hecho, comete lo irreparable. Destinada a golpear los
paramilitares, una pipeta de gas lanzada con un mortero artesanal muy
impreciso cae sobre la iglesia. La explosión provoca 119 muertos y 98
heridos. En la época, y hoy todavía, el drama sirve para denunciar la
«barbarie» de la guerrilla acusada de «crimen contra la humanidad» – la
gran mayoría de comentaristas «olvidando» sin ninguna vergüenza la
culpabilidad de los actores estatales y paraestatales de la tragedia [
2].
El 6 de diciembre del 2015, transportados en helicópteros de la Cruz
Roja, una delegación de comandantes de las FARC provenientes de La
Habana –Pastor Alape, Benkos Biojó, Matias Aldecoa, Érika, Isaías
Trujillo y Pablo Atrato (quien no combatía en el Choco en el momento de
los hechos)– llegaron a Bojayá.
En presencia de representantes de la ONU y en el curso de una
ceremonia digna, respetuosa, cargada de emoción, de la cual habían sido
excluidos los medios por pedido de la población, Pastor Alape, al mismo
tiempo que precisaba «nunca hubo la intención de afectar la población
civil y menos aún los ancianos y los niños inocentes muertos en ese
hecho lamentable», presentó las excusas de las FARC y pidió perdón a los
600 sobrevivientes y familiares de las víctimas reunidos para esta
ocasión.
En un concierto perfecto, la noble casta de editorialistas se desató
sobre el tema: «Las víctimas frente a sus verdugos». Pocos recordaron la
gran responsabilidad de los paramilitares, del Ejército, y del Estado,
que no han tenido el mismo coraje y oficial, solemne y públicamente no
han expresado el mismo pesar.
El sol todavía alcanza a pasar a través del espeso follaje, el final
de la tarde llega a su término. Bajo la lona negra del cambuche que
sirve de cocina, sobre una estufa alimentada con una bombona de gas,
Richard ha comenzado a preparar la cena –carne, arroz y yuca. Sentados
en un taburete, un guerrero en uniforme llora …pelando cebolla
cabezona. «No hay diferencia entre los hombres y las mujeres, se
satisface Vanessa, que llega de tomarse una baño para refrescarse,
ocupando la sala de baño –una estrecha quebrada situada más abajo. «Los
muchachos nos miran como a sus iguales». Después, con una sonrisa
graciosa: « Entre ellos, hay excelentes cocineros».
Cierto, Colombia es tierra de milagros, evitaremos cualquier
entusiasmo romántico tendiente a empujar los logros alcanzados. «Nos
quedamos muchos años sobre una igualdad formal, sin trabajar mucho la
cultura», piensa Nathalie Mistral. Entonces, efectivamente, no hay
diferencia entre los sexos en la vida cotidiana, pero en pareja [que no
tiene nada de excepcional en las FARC], el hombre busca a veces
trampear. Por ejemplo: “yo monto la caleta, tu lavas la ropa” o “voy a
buscar la comida y tu acomodas la ropa”… Prácticas prohibidas por el
reglamento».
Aparte de esos incidentes, compartir las tareas es un principio
claramente afirmado y aceptado, en desfase (positivo) con las practicas
de la… «sociedad civil” [
3].
Así que es mejor desconfiar de los clichés. Inclinado sobre una
licuadora, Andrés sin hacer mala cara prepara un buen jugo de frutas.
Un palmada resuena en la maraña colmada de lianas y de hojas. Todos
estiran el cuello atentos. La noche va a bajar su telón, ya es la hora
de la reunión cotidiana de información. Increíblemente, en el corazón
del desorden vegetal, los guerrilleros, tecnológicamente bien equipados,
logran recibir informaciones desde La Habana a través de… internet. Por
otro lado, gracias a las radios públicas y privadas también reciben la
información del gobierno. Por ahora, todo no parece muy claro, cada cual
difunde su versión.
Después de haber evocado la larga huelga que mantienen los camioneros
en una parte del país, el comandante Pablo, en medio de un silencio
tenso, comenta las últimas noticias que llegan de Cuba: «Miren lo que
explica el camarada en la nota que nos hace llegar... Lo que ocurre,
concretamente, es que el gobierno dejó filtrar documentos que no son
definitivos. En realidad las zonas y los campamentos previstos para la
desmovilización no están todavía definidos». Un alivio visible sigue sus
palabras. Los comentarios afluyen. Es un tema recurrente.
Bajo su caleta amueblada con tres sillas y una mesa sobre la cual
reposa un computador portátil, el comandante nos explicaría más tarde:
«El momento es complejo, los combatientes andan bastante preocupados. No
sabemos lo que va a pasar, a dónde vamos ir a parar, qué clase de
trabajo vamos a tener que hacer».
Cuatro acuerdos parciales, todavía no totalmente definitivos, han
sido anunciados desde el 2012 por las delegaciones sobre una «reforma
rural integral», en el corazón de la histórica reivindicación campesina;
«la participación política de la oposición», prohibida durante muchos
decenios por la oligarquía y sus esbirros y secuaces; el problema de
«los cultivos ilícitos», ligados a la miseria del campo lo mismo que a
la mafia del narcotráfico; la «justicia transicional» lo mismo que «la
reparación debida a las víctimas», desafíos particularmente delicados
puesto que atañen a todos los actores del conflicto –militares,
paramilitares, civiles en las esferas políticas y económicas– y no solo
la guerrilla, como lo deseaban la oligarquía y sus medios [
4].
El 23 de junio pasado en La Habana, en presencia, entre otros, del
secretario general de las Naciones Unidas Ban Ki-moon, un paso decisivo
se ha logrado con la firma solemne de un «acuerdo de cese al fuego
bilateral y definitivo» que fija las modalidades del abandono de las
armas, de una desmovilización de los insurgentes y unas garantías de
seguridad para protegerlos. «Ha llegado la hora de vivir sin guerra,
declaró el presidente Juan Manuel Santos. La paz ya no es solo un sueño,
la tenemos en la mano. No estamos de acuerdo, probablemente no
estaremos de acuerdo con las FARC, pero apreciamos que su lucha armada
se convierta en política».
En respuesta, el numero uno de la guerrilla Rodrigo Londoño
Echeverri, alias Timochenko precisó: «Esto es el resultado de un diálogo
serio entre dos fuerzas sin que ninguna pudiera derrotar a la otra. Ni
las FARC-EP ni el Estado han sido derrotados, este acuerdo no es el
resultado de presiones de una parte sobre la otra». Se puede observar de
paso, aunque las modas mediáticas casi no se prestan, que rinde un
vibrante homenaje al expresidente venezolano Chávez y a su ministro de
relaciones exteriores Nicolas Maduro, que sería su sucesor, lo mismo que
a Cuba, por la determinante contribución al intento de resolución del
conflicto.
En el Chocó, Ariel, 35 años, que combate desde 1998, se alegra:
«Estamos contentos de los pasos que han sido efectuados gracias a
nuestros jefes. Les tenemos entera confianza. Pero...».
Desde la firma del acuerdo de paz definitivo, en las regiones donde
los guerrilleros tienen presencia histórica, cerca de ocho mil
insurgentes deberán concentrarse en 23 «zonas veredales transitorias de
normalización» (siendo la vereda la más pequeña división rural en
Colombia). Tratándose de comarcas alejadas como el Chocó, se agruparán
en ocho campamentos de una superficie reducida (menos de cuatro
hectáreas).
Se había especulado, lo que resultará falso, que a un kilómetro de
distancia, un cordón instalado a tres niveles –el primero de las FARC,
el segundo de observadores de las Naciones Unidas (sin armas) y el
tercero de la Policía o del Ejército- permitiría protegerlos, pero
también ...aislarlos, ya que los civiles de los alrededores no podrían
penetrar. En realidad, sólo habrá un cordón de seguridad compartido por
las FARC, el Ejército y las fuerzas de la ONU. No evita la pregunta de
Pablo Atrato: «¿El trabajo político con quién vamos a hacerlo? ¿Y el
proyecto de desarrollo? ¿Con los micos? Todo esto es muy problemático».
Si hay un punto que hace consenso es que el trabajo con la población
campesina, que hasta ahora lleva a cabo el Partido Comunista Clandestino
(PC3) al cual pertenecen todos los guerrilleros, no se detiene con la
entrega de armas a la ONU –en tres etapas, durante los seis meses de
existencia de las zonas y campamentos ya citados. «No se habla de
desmovilización individual, en el sentido clásico, nos precisa uno de
nuestros interlocutores. Se piensa generar una dinámica colectiva,
planes de desarrollo local, proyectos productivos para la gente de la
región». La construcción de nuevas formas de poder social en las
«terrepaz» (zonas de paz) al mismo tiempo que la inserción en la vida al
final democrática del país.
«¡Repúblicas independientes!», exclama enfurecido el Procurador
general Alejandro Ordóñez, principal aliado de Álvaro Uribe, en un
rechazo cargado de odio en contra del proceso de paz. El proyecto no tiene nada de un ensueño para quien conoce
profundamente el país. En muchas zonas desde hace tiempo bajo influencia
de las FARC, en particular sobre la frontera agrícola, estas cuentan
con una base social. Cierto, en ese rincón del Chocó como en todo el
territorio nacional, el colombiano está acostumbrado a ser prudente. Eso
de que un extraño llegue haciendo preguntas, no obtendrá respuesta. Al
contrario, si es conocido y pregunta: «¿Dónde está Pablo Atrato?», todos
contestan: « Ahora se encuentra en su campamento, allá abajo».
Aparte de la eventual cercanía afectiva o política, es también
consecuencia de una clandestinidad llevada en una zona donde predominan
los ríos. Los insurgentes se desplazan en embarcaciones, hay que amarrar
en algún lugar, entonces se ven, se sabe dónde están. Por cierto,
ahora, ¿se esconden verdaderamente?
Regularmente, dejando el uniforme y vistiéndose de civil, los
guerrilleros van a las poblaciones cercanas, visitan las casas apartadas
de los caseríos para desarrollar el trabajo político (un marxismo
leninismo no muy ortodoxo teñido de bolivarianismo). En la actualidad,
el Estado siendo totalmente ausente, se trata de desarrollar una
pedagogía de paz explicándole a la población lo que ocurre en La Habana.
«Porque prácticamente, constata Deimer, los documentos que recibimos la
población no los conoce, cuando lo que ocurre les concierne bastante».
En buen grado autoritarios, conforme a una organización
político-militar, las FARC sacan experiencia de sus errores y se
suavizan relativamente (por lo menos aquí) con el tiempo y la
experiencia. En el Chocó, territorio «colectivo» que desde los años 70
goza de una jurisdicción especial, los consejos comunitarios para las
comunidades negras y los cabildos para los indígenas administran el
cotidiano. «La relación con ellos es diferente, señala Pablo Atrato. Hay
que mostrarse respetuoso y actuar con una lógica de cooperación, de
ayuda, de apoyo. Es algo difícil pues ellos tienen sus costumbres, son
desconfiados. Tenemos que aprender a entenderlos y respetar su manera de
ver. Pero al fin y al cabo nos entendemos».
Cuando los guerrilleros van a las comunidades para organizar
reuniones, no lo hacen sin la autorización de los jefes tradicionales,
de quienes procuran reforzar la autoridad. Al contrario, no es una
excepción local ni ninguna novedad, que estos recurran a las FARC para
resolver conflictos, puesto que no faltan problemas, de vecindario, por
la tierra, por la madera, etc. Igual piden ayuda, en materia de salud,
que se les da, cuando se puede.
Sin embargo, el momento se revela delicado, como entre perro y lobo.
No es verdaderamente la guerra, no es verdaderamente la paz. «Antes,
resume Ariel, que ha conocido varios frentes, nuestra vida era el
combate. Ahora nuestro cotidiano es de hacer la cocina, administrar los
alimentos, salir de civil…». La formación política ha remplazado los
entrenamientos físicos. Los combatientes se levantan más tarde, se
acuestan más temprano. Cierto, continúan cuidando el mantenimiento de
las armas, pero, en pleno día, algunos se entretienen con los
computadores portátiles, ponen DVD de películas mexicanas. «Hay que
mantener la exigencia de la disciplina, admite el comandante,
cerciorarse más que el guerrillero lea, estudie». Y no pase el tiempo
divagando.
Claro, hay en el ambiente cierta satisfacción. «Será un gran alivio
salir de esta selva, suspira Claudia, con las manos en su traje de
combate. Nosotros, los guerrilleros, no queremos más guerra, queremos la
paz». Pero varios de los compañeros menean la cabeza, como incrédulos:
si el proceso llega a su término, tendrán que cambiar una vez más de
vida. ¡Y cuál será el cambio! Que la incorporación haya tenido lugar
hace treinta, quince o tres años, no ha sido fácil.
No tanto para los campesinos, pero para los de la ciudad… «Nunca
había usado un machete, llevado cargas en los hombros, caminado cuatro,
seis, doce horas», cuenta Pablo Atrato, que vivía en una gran ciudad, en
Barranquilla, enfrentado a la alternativa de morir asesinado por los
paramilitares o salir pal monte. A mediados de los años 1980, ingresó en
los rangos de las FARC, en el Frente 19 de la Sierra Nevada. Tener
sueño, comer a cualquier hora… «A nadie le gusta salir a media noche,
bajo la lluvia, para hacer el turno de guardia…».
Incluso el joven Ramón, proveniente de un medio campesino, dice:
«Cuando estás acostumbrado a la casa, a tener una cama y de pronto pasar
tu vida a dormir en una hamaca, o sobre unas tablas en una caleta…».
¡Sin olvidar la rigidez de las normas internas y de los reglamentos! Un
ejército en campaña nada tiene que ver con un centro de ocio. Un
muchacho al estilo «joven» de Samir lo expresa: «No queda otra que
acostumbrarse… Cuando uno tiene ganas de hacer algo, ¡pues no se
puede!». Deiber, algo más elástico: «No podemos beber, tampoco bailar en
el pueblo; la cerveza, olvídese, pero es una regla que uno entiende».
Y Vanessa: «Afuera, se es libre, hace uno lo que quiere. Aquí, para
todo se necesita un permiso. Hay que pedirle permiso al jefe. Hay
momentos duros pero también los hay buenos». Gracias a su larga
experiencia, pasándose la mano callosa por el cabello corto, Alexánder
sintetiza: «Al pasar a la vida militar, hay que obedecer a una
disciplina militar también. Es lo que hace que subsistamos como
movimiento. Un movimiento sin disciplina termina por ser aniquilado. Hay
que adaptarse a esta vida. Cuando se tiene consciencia, se sabe que es
necesario para la seguridad».
Al principio, con la ayuda de los viejos, se acostumbraron a las
restricciones. Pero el paso a la vida civil podría ser también
complicado y convertirse en una nueva carrera de obstáculos. ¿Cómo
lograr una forma de vida en tiempo de paz, después de haber vivido en la
guerra? ¿Olvidar la selva, el monte, el contacto permanente con la
naturaleza, volverse sedentario? Toda su vida, todo lo que poseen, lo
tienen en la mochila.
Deiber frunce las cejas claramente perturbado al pensar en abandonar
su arma, su alter ego, su compañía, su identidad. Ariel se muestra
igualmente perplejo: «Estamos acostumbrados a cargarla, nos va hacer
falta. Cuando saldremos al exterior, habrá gente que no nos va a mirar
como a civiles, que conocen nuestro pasado y que nos van a mirar con
hostilidad. Si tenemos que defendernos pues estaremos realmente
desnudos».
A la sombra de la causa colectiva, enmarcado día y noche, viviendo en
armonía con el grupo y la organización, el guerrillero al encontrarse
solo en lo cotidiano va a tener que asumirse y tomar sus propias
decisiones. «Habrá que trabajar para vestirse, para comer, para pagarse
las botas, etc. Aquí lo tenemos todo». Ramón se la piensa bien, no pide
mucho: «De vez en cuando me gusta tomarme un trago, una cerveza pero no
quiero convertirme en un empedernido bebedor!».
«Se piensa, dice Vanesa. ¡Tantos años pasados en la guerrilla! Pasar a
una vida diferente, claro que se piensa, es lógico…». Está contenta de
volver a ver a su hija de 15 años que vive con sus abuelos. «Esto
ocurrió sin problema. Di a luz en casa de mi madre. Cada vez que puedo,
mantengo contacto. Nos entendemos. Nunca ha criticado mi… profesión,
digamos así» [
5].
Claudia también tiene un hijo de 24 años que nació antes de que entrara
en la guerrilla. «Lo veo de vez en cuando, según las circunstancias y
pidiendo permiso».
Hecho significativo: por lo menos la mitad de los futuros
excombatientes afirma querer estudiar –muchos de ellos han aprendido a
leer y escribir en la guerrilla. «Fui poco a la escuela porque éramos
pobres, dice Claudia, que aprendió enfermería en la práctica, en medio
de las brasas del combate. Lo que veo lo retengo, lo pongo en práctica y
no lo olvido. Entonces me gustaría aprender medicina. No soy muy joven
pero ahora con los computadores todo se puede».
A Andrés le gustaría ser chofer. Samir se ve de nuevo en el campo. A
Ariel le gustaría tener un pequeño comercio o una cantina. El veterano
Alexánder trata de no soñar: «Algunos van a ganarse la vida más
fácilmente; para otros, como yo, será menos fácil, por la edad, por el
tiempo pasado –¡toda una vida!– en la clandestinidad».
Un día más, una jornada más. Esta noche llovió a cántaros. La rutina
inmutable de la reunión, las botas patinan en el lodo. Las informaciones
llegan en permanencia sobre todo lo que se firma en La Habana. La tropa
escucha, analiza, discute colectivamente. Con sorprendente
transparencia, Pablo lee integralmente el correo enviado por el
comandante del Bloque Sur, Rodolfo Benítez, a los comandantes que están
negociando, en el cual expone algunas preguntas que, «personalmente» le
preocupan mucho.
En el marco de la «desescalada», algunas disposiciones han sido
anunciadas, entre ellas la desmovilización inmediata de menores. El
problema, objeta Benítez es que «Los menores de 18 años se niegan a
irse. Ellos se sienten rechazados por la organización…». Además, no
todos tienen una familia que los acoja. ¡Quién lo hubiera creído! Las
zonas de desmovilización y los campamentos como han sido anunciados no
lo convencen muchísimo: «¡Tendremos más limitaciones que cuando
estábamos en la selva!»
Sobre todos los puntos, el número uno Timochenko, en una larga
respuesta pedagógica, expone la posición del secretariado, leída
pausadamente por Pablo. Por ejemplo, la seguridad de los altos
dirigentes implicados mañana en la vida pública ha sido contemplada en
un acuerdo con los representantes del gobierno: «Vamos a tener más de
dos mil guerrilleros asignados como guardaespaldas. Ellos no van a
ejecutar esa tarea con un estilógrafo».
Mientras hombres y mujeres ríen, Pablo deja suspendida la frase en el
aire. Por la expresión de la cara, lo que sigue debe ser importante. De
hecho, Timochenko reacciona ante algo que, conocido 48 horas mas tarde,
el 6 de julio, al exterior de la organización, va a sobresaltar a toda
Colombia. «Hemos tenido noticias de un caso de insubordinación… Detrás
de argumentos dizque políticos e ideológicos avanzados se esconde un
fenómeno de corrupción interna. Ellos tienen un buen negocio que se va a
ver afectado por los acuerdos de paz».
«Ellos»: los del Frente 1 Armando Ríos, que opera en el lejano
departamento del Guaviare, al sur del país, se niegan a desmovilizarse.
Esto puede fortalecer la preocupación legitima de los ciudadanos de
buena fe pero igualmente las manipulaciones de los adivinos que esperan y
anuncian –para deslegitimar las negociaciones y a los insurgentes– que
las disidencias se van a dispersar en la naturaleza, mostrando su
verdadero rostro de «criminales» o «narcos», hordas de ex guerrilleros.
Que sea en América central, en África o en otro lugar, una mirada
retrospectiva muestra que al término de todo proceso de paz, una minoría
de combatientes llamados a dejar las armas se niegan a hacerlo. En
Colombia mismo ya se ha vivido esta situación: en 1982, mientras las
FARC negociaban con el presidente Belisario Betancur, uno de sus
comandantes, José Fedor Rey Álvarez, alias Javier Delgado, hizo
defección y fundó el Frente Ricardo Franco. En 1990, el M-19 habiendo
firmado la paz con el gobierno de Virgilio Barco, un reducido grupo creó
el movimiento Jaime Bateman Cayón en los departamentos del Cauca y del
Valle.
Al año siguiente, negándose a seguir las consignas de los dirigentes
del Ejercito Popular de Liberación (EPL), una fracción se separó bajo el
comando de Megateo (muerto después), estructura que hoy existe todavía
en la región del Catatumbo. Se ha visto igualmente en los años 1990 un
grupo salido del EPL colaborar con los paramilitares de las AUC en el
Urabá. Se puede entonces pensar que algunos farianos puedan mañana hacer
defección. La única pregunta que puede hacerse es: ¿cuántos?
Aquí comienzan, en el mejor de los casos, las especulaciones y en el
peor la manipulación. Según InSight Crime, organización con sede en
Medellín (financiada por la Open Society Foundations de Georges Soros),
«por lo menos un 30% de los combatientes de las FARC optarán por ignorar
un eventual acuerdo de paz con el fin de mantener sus lucrativas
economías criminales como el narcotráfico y la extracción minera
ilegal». Este cálculo alarmista, aunque sin ningún argumento, será
retomado por los medios, lo que casi no hacen con el anuncio del
lanzamiento el 10 de julio en Briceño, Antioquia, en virtud del acuerdo
pasado en la mesa de negociaciones, del plan de sustitución voluntaria
de cultivos ilícitos piloteado por las comunidades de la región, el
gobierno y las FARC.
A nuestro regreso a Bogotá, descubrimos una serie de artículos de prensa [
6]
todos muy semejantes por lo demás, estipulando que entre los grupos
susceptibles de separarse figuran los frentes 7, 16, 44 y …57, ¡el mismo
de donde veníamos! En su obstinación que hierve de ganas, incontenible,
de relanzar la guerra, el indefectible procurador general Alejandro
Ordóñez, jugando con la emoción, afirmaba el 8 de julio que «más del 50%
de miembros de las FARC no se desmovilizarán» y pedía al gobierno
«reactivar inmediatamente las operaciones militares incluidos los
bombardeos contra las fuerzas disidentes».
Que haya malestar en ciertas unidades no es un secreto. Algunas por
razones poco válidas: la protección de un negocio. Otras consideran que
en La Habana el secretariado se ha dejado comer crudo. ¿Pero se hace la
revolución en una mesa de negociaciones cuándo la correlación de fuerzas
no es favorable? En realidad, es sobre un punto más crucial en donde se
concentra la crispación: la seguridad de los excombatientes.
Evocando el futuro, el joven Ramón, que confiesa no ser muy experto
en política, reflexiona plegando los ojos: «Cuando seamos civiles, no sé
si tendremos el mismo reglamento de ahora o si va a cambiar». Menos
ingenuamente, una consigna se oye una y otra vez por los guerrilleros
del Frente 57 que se preparan a dar el paso de la paz. «Me veo
continuando la lucha contra la injusticia, confía Vanessa. Lo que deseo
es ver el cambio por el que hemos luchado, por el que tantos camaradas
han caído…».
Alexánder, que hace parte de los cuadros, maneja un discurso muy
estructurado: «Como movimiento, no nos vamos a desintegrar. Vamos a
dejar las armas por una acción puramente política, vamos a proceder por
etapas, pero nadie se va a su casa». El comandante Pablo concluye: «La
revolución no se ha hecho y no se hará por decreto. Habrá que trabajar
con empeño para que los acuerdos se apliquen y sean respetados. El
gobierno pensaba que en seis meses se iba a deshacer de nosotros y chao.
Estos cuatro años de negociaciones han mostrado y demuestran que
tenemos una propuesta y que sabemos lo que queremos: construir un país
diferente, en democracia con equidad social para las grandes mayorías».
Vasto programa en una Colombia gobernada por neoliberales pura sangre
que, con la paz o sin la paz, no están dispuestos a ceder en nada.
Habiendo vivido en su mundo, en un ambiente a veces ganado, a veces en
silencio sometido, todos los guerrilleros, valga señalarlo, no son
conscientes del país que van a encontrar: van a tener que integrar una
izquierda dispersa que ellos mismos dividen –considerados como
intratables por muchos.
Aparte de la oligarquía enemiga, de la burguesía de los negocios,
tendrán que hacer frente al odio, a la aversión de la sociedad urbana,
de la clase media, de la gente común configurada por decenas de años de
propaganda mediática, pero también por los propios errores cometidos,
por exacciones pasadas. Tendrán que demostrar que más allá de las
etiquetas, siempre han tenido una columna vertebral política. «No va a
ser fácil, es complejo, difícil, es un desafío que tenemos», admite con
lucidez el comandante Pablo. A sabiendas de que pesa una fuerte amenaza
que nadie puede ignorar.
Desde mediados de los años 1990, los paramilitares han pretendido
siempre ocupar ese territorio estratégico propicio a todos los tráficos
que constituye el Chocó, en las puertas de la América central.
Derrotados militarmente por las FARC, han logrado sin embargo generar
una base social en ciertos lugares. Ahora vuelven masivamente.
Se sabe que están presentes en Vigía del Fuerte, están tranquilos,
discretos, como en una especie de tregua tácita. Pero -¿Por cuánto
tiempo? En Acandí, dos años después todavía se denuncia la presencia de
hombres armados. En Riosucio de nuevo se asesinan civiles, ellos retoman
la zona urbana y también los ríos. Les distribuyen armas en plena luz
del día en los locales de un comercio situado a dos cuadras del puesto
de policía. Numerosos enfrentamientos han tenido lugar con las fuerzas
guerrilleras –el cese al fuego concierne solamente a los militares, no a
los «paracos». Todas las semanas hay combates. Los medios de
información guardan silencio, nadie sabe nada, el Estado no dice nada.
Ahora bien, es precisamente en Riosucio que tiene que instalarse el
campamento destinado a la desmovilización del Frente 57. En nuestro
campamento que no abriga mas de unos 15 combatientes, cuatro de ellos
–Ariel, Claudia la enfermera, Andrés, Santiago– pasaron precisamente a
la guerrilla para escapar de sus abusos. «Si no los erradican,
reflexiona Alexánder con una mímica expresiva, no hay ninguna garantía
ni para nosotros ni para los campesinos. Entonces estamos inquietos».
Esta misma pregunta se plantea, para todos los guerrilleros, a nivel
nacional. Muy legítimamente.
[
1]
1. La unidad de base de las FARC es la escuadra que se compone de 12
guerrilleros bajo las órdenes de un comandante. La guerrilla agrupa dos
escuadras y sus comandantes o sea 26 combatientes. La compañía está
conformada por dos guerrillas y sus jefes, en total: 64 combatientes. La
columna cuenta con dos compañías más sus comandantes o sea 128
combatientes. El frente está compuesto de una o varias columnas, el
bloque de cinco o seis frentes. Un secretariado lo comanda todo. Se
agregan a esta estructura militar las milicias campesinas y urbanas.
[
2] Leer Maurice Lemoine En las oscuras aguas del río. Ediciones Don Quichotte, París 2014
[
3]
A sabiendas de que la naturaleza pesa más que su entorno, después de la
desmovilización, las combatientes de otras guerrillas que habían dejado
las armas en Colombia: M-19, el movimiento Quintín Lame, o en América
Central han tenido que luchar firmemente para no perder la
representatividad adquirida en el frente y tener que volver al papel de
ama de casa. Ellas informaron la condición de género que trabaja en La
Habana considerando que más vale prevenir que curar.
[
4] Leer «¿Quién tiene miedo de la verdad en Colombia?» Le Monde Diplomatique, décembre 2015.
[
5]
Mencionamos, claro está, este testimonio para poner en perspectiva la
campaña que, basada en casos reales pero limitados, presenta a las FARC
como una organización que practica sistemáticamente la violencia sexual y
los abortos forzados. Si fuera así realmente no hubiera 35% de mujeres
en sus filas.
[
6]
El País (Cali) y Semana, 7 de julio; El Heraldo, 8 de julio; El
Universal (Cartagena) y El Colombiano, 9 de julio. Sin olvidar las
cadenas de televisión Caracol, NTN24 y RCN (todos los días)